Personas a las que aprecio, definen mi
predisposición a opinar en reuniones o en redes sociales como
tendencia al exhibicionismo. Confío en que con ello no se refieran a
las acepciones más negativas del término. Seguramente, la réplica aludiendo a mi implicación y compromiso con las causas o
temáticas que me ocupan y preocupan, esté demasiado escorada hacia
el extremo contrario.
En cualquier caso, teniendo en cuenta
la falta de cultura participativa de nuestra sociedad, creo que sería
un mal menor asumir el riesgo de convertirnos en exhibicionistas.
El desentendimiento de los asuntos que
nos afectan está muy bien aceptado por la sociedad y las
organizaciones. No hablar, no participar, no aportar, es una opción
tan válida como hacer lo contrario. Parece que están al mismo
nivel. Es más, la opinión en público (no en la máquina de café
con los colegas) suele asociarse a intereses individuales, ganas de dar la nota, hacer la pelota, transmitir
negatividad o exhibicionismo. El saber popular identifica muchas más razones
para no participar que para hacerlo.
Pues ni mucho
menos debería ser esto así. Salvo que la no participación sea una
postura activa de desacuerdo o boicot, deberíamos penalizarla.
Penalizar la no participación es un paso para avanzar y promover las
sociedades y modelos de gestión participativos.
No confundamos este asunto con esa
otra expresión tóxica propia de algunas organizaciones promotoras
de la no participación: “No acepto ningún problema sin propuesta
de solución”
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