El
contexto de crisis alientan el fomento bienintencionado de la actitudes
positivas. Ser positivo es una necesidad, es un rasgo personal para encontrar
trabajo, una actitud ante los problemas para no caer en el desanimo o una
estrategia para generar confianza. Pero debajo de ese halo de buenos propósitos se esconde otra realidad. Ser positivo o positivista
como sinónimo de persona esperanzada.
Algo sucederá que resolverá nuestros problemas. El positivismo como lo último que se pierde o nuestro clavo ardiendo vital puede
transformarse en una postura pasiva y no comprometida.
El
positivismo se convierte en una estética o pose, no en una actitud
ante los problemas. Para un ser positivo constructivo primero hay que analizar
los problemas, implicarse, participar y llegar a la conclusión de que tienen solución o que merece la penar
intentar solucionarlos aunque las probabilidades sean pequeñas o la dificultad muy alta. El positivismo como estética solo reclama confianza, fe ciega, dejar hacer a un
grupo de elegidos. El positivismo pretende adormecer a la mayoría en aras de que un grupo minoritario sabrá llevar al rebaño a su establo.
Pongamos
en cuarentena el positivismo como estética o sustituyamoslo por el
realismo constructivo, por la actitudes activas, las aptitudes necesarias, la
motivación, el compromiso y la
participación.
Una
legendaria marca de agua azucarada ha transitado en los últimos 40 años del slogan "La chispa de la
vida" al "Miremos el mundo con #positividad". La distancia entre ambos mensajes es abismal y
posiblemente también responda al transitar de
nuestra sociedad.
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